Conflictos y armonías diría Sarmiento. El noble conde francés relator del nacimiento de la democracia parece tener poco en común con el noble marqués italiano que emitió su certificado de defunción.

Vilfredo Pareto

El éxito de Tocqueville fue temprano y fulgurante, tenía 28 años cuando, en 1835, publicó su «Democracia en América», el libro que lo catapultó de manera inmediata como el filósofo político de su época. Todos los partidos lo querían de su lado y todos los países se sentían honrados con su presencia. Fue nombrado miembro de la academia francesa de ciencias políticas y morales en 1841 sin haber cumplido los 36 años.

La trayectoria de Pareto fue, por amplio margen, menos ruidosa. Ingeniero empleado en la industria donde trabajó durante 25 años, termina su carrera empresaria como Director General  de la «Italian Iron Works». En 1893 es elegido para suceder a León Walras en la Universidad de Lausana. Tenía entonces 45 años y hasta ese momento no había publicado ninguna de sus obras.

A pesar de que las diferencias no podrían ser mayores, siempre me ha llamado la atención que nadie haya marcado los puntos salientes entre el demócrata liberal y el liberal anti-demócrata. Entre otras cosas porque son muchas.

La infancia de Tocqueville, miembro de la más antigua nobleza normanda, se desarrolla luego de la caída de la monarquía absoluta francesa,  durante la gran marcha napoleónica por Europa y la metamorfosis del sueño democrático en el imperio bonapartista.

La infancia de Pareto se vio signada por el risorgimento italiano y la fiebre irredentista que se esparcía por la península durante esos años.

Tanto Tocqueville como Pareto sentían un natural desprecio por la «bourgeoisie ignorante e lâche» (la burguesía ignorante y cobarde). Esto llevó al primero a juzgar de manera implacable al gobierno de «clase media» y nobleza segundona de Luis Felipe de Orleans y a adherir sin vacilar a la República en 1848.  Pareto nunca ocultó su decepción frente a la corrupción e ineptitud que desplegaba el cotillón de la democracia parlamentaria de entre guerras, cuya parálisis llamaba a la vez a la anarquía y a la tiranía. Esa actitud agria e hiperrealista llevó a muchos a asociarlo a Sorel y a los precursores del fascismo.

Ninguno de los dos fueron hombres de partido, por lo que ambos fueron interpretados por cada sector de la política de su época que abrevó de alguna manera en sus teorías. Ambos fueron precursores del análisis social dinámico.

Alexis de Tocqueville nos describe a la nobleza despojada de poder por el príncipe construyendo envidias y resentimientos en la burguesía. «Cuando se ha abandonado la realidad del poder, resulta un juego peligroso querer conservar las apariencias del mismo». La dinámica política del absolutismo vacía de contenido a la nobleza y prepara el asalto que el tercer estado realizará durante la revolución de 1879.

Alexis de Tocqueville

La problemática planteada en «El antiguo régimen y la revolución» es muy similar a la pregunta de Pareto en su «Tratado de sociología general». Esto es, ¿cuál es la razón por la que un sistema que nace y se desarrolla con la cohesión de un pueblo pierde luego su apoyo y finalmente se transforma en su enemigo?

El demócrata Tocqueville encuentra la respuesta en la creciente centralización del poder en el monarca y la deserción de la nobleza como clase dirigente.

«En realidad, para la aristocracia no existen más que dos medios de conservar su influencia sobre el pueblo: gobernarlo o unirse a él para moderar a los que gobiernan. En otras palabras, es preciso que los nobles sigan siendo sus amos o se conviertan en sus jefes».

Claramente, esta frase es un antecedente de la teoría de la circulación de la élites de Pareto.

Ambos filósofos ven a la dinámica social motorizada por la vitalidad de quienes detentan el poder y por el resentimiento de los gobernados.

Pareto describe la superficie consciente del proceso social como un conjunto de slogans sin validez empírica alguna. Para él, entidades como libertad e igualdad son ideas tan imaginarias como los dioses que participan en en el desenvolvimiento de la Ilíada. Pareto llamó dérivations a estas creaciones de nuestra imaginación y, el hecho de que para él sean no-lógicas no les resta importancia en la configuración del proceso histórico. Es el relato que adquiere visos de realidad.

Para Tocqueville anterior a Nietzsche, libertad e igualdad son conceptos tan reales como poder y riqueza. De hecho para su inconsciente aristocrático, igualdad es sinónimo de resentimiento y, en consecuencia, es el motor principal del proceso histórico de construcción de una élite centralizadora. Y la libertad es el contraveneno que permite que ese proceso no conduzca a una tiranía totalitaria sino que desemboque en un equilibrio de sucesivas élites que gobiernan con poderes limitados y renovándose sin grandes revoluciones catastróficas. Inglaterra y Francia son sus ejemplos.

En realidad, desde el optimismo Tocquevilliano o en el enfoque pesimista de Pareto el remedio es el mismo: las sociedades son mejores cuanto mayor sea el grado de movilidad vertical y menor sea la resistencia a esa movilidad social. La libre circulación de la élites es la mejor garantía para la estabilidad y el desarrollo de un proceso político.

Tocqueville ha sido definido como el último representante de la tradición de Montesquieu. Pareto fue incluido en el grupo de los sociólogos neomachiavellicos. Vivieron en tiempos signados por espíritus y esperanzas muy distintos. No podemos imaginar escenarios más disímiles. Pero ambos, partiendo de esquemas diferentes, encontraron que la única alternativa de una sociedad era confiar en sí misma dándose los mayores márgenes de libertad y aceptando los desafíos que esa libertad implicaba para su futuro.