Estoy solo y hace frío. Todas las cosas que me cuidaban, todo lo que me producía algún sentimiento, lo que amaba, lo que odiaba, lo que me aturdía, lo que me arrullaba; todo se ha ido y me ha negado.

Estoy en tierra extraña pero siento que no soy yo el que se ha ido, son mis arropes. Me falta la seguridad de salir a la calle y saber donde está el peligro. Me pierdo en las las caras, los silencios, las hipocresías. Todo me parece trivial o inaccesible.  Nada tiene el matiz que da el entendimiento.

Nuestra naturaleza es rara. Ignoramos lo cotidiano hasta el punto del desprecio pero lloramos su ausencia. Somos tan nuestro ambiente que hasta sus peores crímenes nos parecen deseables a la lejanía. Una palabra, un aroma, una imagen que nos lleva a nuestra tierra basta para conmovernos.

Las palabras sobre lo nuestro sólo toman significado a la distancia y los motivos de alejamiento se mezclan con la amargura del resentimiento. La tristeza de estar lejos provoca infiernos y promesas geniales; produce llantos secos y fortalezas sin alma.

La mayor lucidez se encuentra en el desierto donde todo es supervivencia. Y el mayor patriotismo lo esgrime quien a perdido su patria.

No es estéril pensar por qué, para el antiguo, el exilio era peor que la muerte. El hombre es un sol que justifica su galaxia. Somos fuertes en nuestra casa pero somos una triste hoja tiritando en un patio trasero si nos falta la savia del arbol que nos da la vida.

Estoy sólo y hace frío. Quienes me acompañan no son más que sombras lúgubres en este velorio de desesperanza. El puñal que me han clavado mis hermanos no duele menos por ser compartido y la orfandad no por vulgar es menos desolada.

Hay dos cosas que me hacen recordar que estoy vivo. Dos cosas que dan toda la fuerza para enfrentar este porvenir: una es la lucidez de saber que todo pasa y que mis huesos no van a quedar en tierra extraña.

La otra es la promesa de venganza.