El resentimiento debe ser, de las pasiones humanas, la que más me enoja.

Encontrarme con razonamientos del tipo «es injusto que el otro tenga…» o «por qué se lo dieron a ella…» me irrita hasta la sordera. Me bloquean las quejas o los argumentos de tipo comparativo en donde se puede ver de manera evidente su mano artera.

Sin embargo, mi fe darwinista me inclina a pensar que todo tiene un motivo dentro del universo y eso me obliga a reflexionar sobre las cosas que me disgustan.

Los hombres tienen pasiones que los dominan y a su vez tienen pasiones dominantes sobre las demás. Están los entusiastas, los enamorados, los  voluntariosos, los perseverantes y, por supuesto, los resentidos.

He notado que el rol que las pasiones ocupan dentro de una sociedad depende  de la escasez relativa de otras cosas. Por ejemplo, los entusiastas aparecen (o se hacen notar) en los momentos de desazón y desesperanza, lo mismo con los perseverantes, que aparecen cuando un proyecto encuentra su máxima resistencia.

Es como el rol de los glóbulos blancos que son producidos en mayor número cuando el cuerpo requiere de mayores defensas para contrarrestar una infección.

Obviamente que la idea no es nueva, pero apliquémosla al resentimiento ¿Cuál es su utilidad? ¿Para qué las necesita el cuerpo social?

Eride o Eris en la mitología griega fue la diosa de la discordia, causante entre otros males de la Guerra de Troya. Pero Hesiodo en «Los Trabajos y los Días», nos habla de una buena y una mala Eride:

«No digamos que existe sólo una Eride, sino dos: Una que concederá elogios al hombre que la advierta; otra engendrará censuras, ambas se inspiran en conceptos contrarios. Una incrementa la guerra y la insidiosa discordia, y no existe un mortal tan cruel que la quiera, sino que, forzados por la ley de los dioses, honran a la Eride insoportable. A la otra la engendró la noche tenebrosa, y el crónida, señor de la altura, instalado en su etérea morada, la colocó en las raíces del mundo, muy útil para el hombre. Ella impulsa, en efecto, al trabajo al brazo indolente; éste desea también el trabajo cuando observa al varón opulento que se empeña en labrar y plantar y mejorar su casa. Todo vecino envidia al vecino que busca la fortuna: esta lucha sí es buena para los hombres. Y el ollero envidia al ollero, lo mismo que el artesano al artesano, así como pugnan los hombres entre sí, y el rapsoda frente al rapsoda».

Existen dos pasiones que tienen la misma raíz; la ambición y la codicia. Ambas surgen del deseo de mejorar que nace de ver a los otros disfrutar de su riqueza, de sus afectos, de sus bienes. Pero mientras la ambición nos empuja a superarnos, la codicia nos invita a alcanzar la riqueza sin el esfuerzo.

Los bienes son el resultado de las tareas que son movilizadas por la ambición y la codicia. Como en cualquier deporte, la victoria se puede alcanzar superando al contrario, con talento u obstruyendo su accionar. Allí es donde surge el resentimiento.

La codicia es la justificación del resentido, el codicioso no tiene motivos para ser resentido. Él se ampara en un mundo injusto donde «el hombre es lobo del hombre». El codicioso sigue la máxima Horaciana, «Rem facias, rem si possis, recte, si non, quocumque modo, rem» (Hazte rico, si puedes honestamente; sino hazte rico de cualquier modo). El codicioso es conservador y realista.

El resentido no es codicioso; puede o no, ser ambicioso y en general tampoco lo es. El resentido es impotente. Y en su impotencia se dedica a criticar las reglas del juego por injustas. Es el equipo inferior en talento y táctica que se la pasa reclamando al juez. El resentido es jacobino y moralista.

Frente al talento, el resentido es un ser patético pero frente al codicioso es un justiciero. Ahí aparece su utilidad social, es el incorruptible fiscal de la república.

En una sociedad perfectamente meritocrática el resentido, que concentra su energía en despreciar el éxito del prójimo sería un ser inútil y despreciable, pero ninguna sociedad es perfectamente meritocrática. De hecho nunca está claro dónde está ni cuál es el mérito. Entonces el resentido juega un rol clave poniendo en descubierto dónde el éxito fue obtenido de manera espuria.

Eso explicaría un fenómeno que me ha desvelado desde hace años. Ésta es la razón por la qué hay tal concentración de resentimiento en latinoamérica. Al ser una zona donde la riqueza proviene de los recursos naturales, no queda claro que el esfuerzo sea la fuente de la riqueza. Y al haber sufrido décadas sin libertad y con estados arbitrarios, muchas de las fortunas se deben a favores y prebendas más que al talento y el trabajo.

Latinoamérica debe ser de las regiones donde se construyen y destruyen fortunas con mayor velocidad. Lógicamente, muchas de ellas no son legítimas.

Frente al autoritarismo latinoamericano el ambicioso y el resentido son aliados, el ambicioso porque quiere ser libre para poder prosperar y el resentido porque quiere ver muerto al tirano.

Esto también me reconcilia con el Che Guevara, sin duda el héroe máximo de los resentidos, a quien debemos también su máxima suprema: «Sólo hay una cosa más grande que el amor a la libertad, el odio a quien te la quita.»