«La amistad más profunda y exquisita se siente herida a
menudo por el pliegue de un pétalo de rosa». Ducis

«Tengo edad suficiente como para ser padre doce veces, he desperdiciado tantos años de mi vida que puedo considerarme una persona con experiencia. Me he equivocado tanto y me han hecho sufrir el rídiculo tantas veces que me he hecho insensible a todo aquello que venga rotulado como ‘espiritual‘; es más, creo tan poco en las llamadas virtudes humanas como en las buenas intensiones de mis amigos cuando me aconsejan ‘por mi bien’ «.

«No puedo leer un texto sentimental, el Werther, por ejemplo, sin que me arranque los más amargos sarcasmos. En definitiva, mi sentido del humor es tan destructivo que creo que el día que decida suicidarme me bastará con ejercitarlo frente al espejo. Forma limpia y elegante de morir; riendo ante la propia miseria.»

Éste es un pequeño compedio antológico tomado de manera aleatoria del monólogo que desplegó Julián en el período que se sucedió desde que bajó del avión hasta que terminamos de almorzar.

Yo lo escuchaba atentamente y guardaba sus palabras en mi memoria pero para pensarlas más tarde. No se por qué durante todo ese tiempo no pude dejar de pensar en una frase que se me ocurrió ni bien lo ví entrar al salon del aeropuerto. Un pensamiento sobre lo arbitrario de los juicios acerca de lo bueno y lo malo. Una idea triste…

Pensaba (pensé en aquel momento y lo sigo pensando hoy) que la amistad es una tragedia disfrazada de gran beneficio. Cuando uno obtiene un amigo de verdad (y es cierto que esto es harto díficil) se hecha sobre sus espaldas una carga tan díficil de mantener como esos elefantes blancos que el rey de Siam regalaba a sus súbditos demasiado poderosos para obligarlos a abandonar el país.

Por supuesto que el lector sabe de que estoy hablando, pero voy a aclaralo con una disgresión por si acaso algun temerario se ha acercado a este libro e intenta comprenderlo.

En el antiguo reino de Siam (no pienso ubicarlo geográficamente porque creo que sería una falta de respeto incluso para quienes no son mis lectores), su monarca acostumbraba regalar a aquellos súbditos que habían adquirido un poder peligrosamente grande un elefante blanco. Este presente tirio de parte del rey siamés escondía la secreta intensión de deshacerse del súbdito indeseable. El regalo era tan caro de mantener que nadie podía costearlo sin perder sumas significativas que lo arrastraban más tarde o más temprano al ostrasismo o a la ruina. Era un regalo al cual se había hecho acreedor por sus buenos servicios, se lo llamaba regalo, nadie podía decir que no lo deseara, pero tenerlo acarreaba grandes males.

Con la amistad pasa lo mismo.

Nos ganamos un verdadero amigo después de grandes esfuerzos. Quizás pruebas de lealtad, o arriesgando nuestra fortuna. También puede haberse forjado la amistad a partir de algún momento peligroso en el que dos almas se encontraron sin escudo y por esas casualidades fatídicas ninguna de las dos quiso herir a la otra. Esto generó una confianza, un capital que ambas partes sobrevaloraron y se dieron a incrementar. Pero el costo de mantenimiento de este capital (a veces se me escapa la formación de economista) es tan alto que no nos permite disfrutar de él. Terminamos dejando de ser nosotros para poder conservar el elefante blanco que se nos ha ofrecido. Deseamos tanto no herir a ese projimo que nos autoflajelamos. Y además de eso sufrimos por su sufrimiento.

Si los dos se quieren verdaderamente, ambos sufren. Si es verdad lo que dice el precepto, que entre dos amigos sólo uno de ellos es amigo del otro; entonces uno, al menos, será afortunado.
He sufrido la amistad verdadera y puedo decir que es algo tan doloroso como el amor verdadero. Y pesar de los pesares, y áas allá de las heridas; sigo sin poder presindir ni de uno ni de otro. Sigo precipitandome sobre ellos con la vocación de un suicida. Buscando en el mal mi bien. Y dejando de lado toda consideración psicológica y lógica, creo que estos dolores deseables han sido los que han dado sentido a mi vida.

La amistad y el amor son tragedias disfrazadas. Pero la vida también lo es. Nunca será esteril prestar atención a quién argumente sobre los dolores de la vida y la paz de la muerte. Pero quién eligiere vivir, nunca podrá hacerlo sin arrojarse al peligro supremo del amor. Arbitrario, tonto y, seguramente inutil. Pero deseable.