Los políticos no pueden resistir un micrófono, los artistas un halago y los economistas no pueden resistirse a hacer pronósticos. Hacer pronósticos  es lo que más conmueve a los economistas; de hecho es lo único que los conmueve. Para un economista un pronóstico del futuro es lo que más se le parece a un gesto de bondad. Será por eso que lo llaman la ciencia sombría.

Pronóstico y escenarios son la razón de nuestra existencia y, el 2014 con la cuota de incertidumbre que nos deja el 2013, aparece como el año más propicio para pronosticar. Y si eso es lo que hay que hacer; pronostiquemos.

La mejor inspiración para realizar un correcto oráculo del año por venir en la Argentina se logra paseando tranquilamente por la calle Florida. La naturaleza artificial de esa calle tan identificada con nuestro devenir económico grita desde las baldosas lo que se viene: Cambio! Cambio! Cambio! Pero de qué cambio hablamos cuando hablamos del cambio? En este perfecto remedo de Lampedusa donde la principal herramienta de supervivencia es olfatear el cambio para que nada cambie, que el cambio esté de moda es una garantía de que vamos a seguir como siempre.

Camino por la calle Florida al compás de este “cambio, cambio” tan cantado como mecánico que me acompaña una cuadra sí y la otra también y mis pensamientos se estancan en esta Argentina donde el cambio es una ilusión. “El mejor país del mundo”, “Un país con buena gente” donde hasta hace unas semanas eramos los más ricos de Latinoamérica y donde dentro de un par de semanas podemos tener el salario promedio más bajo de la región. El cambio es nuestro destino pero repetimos nuestra historia de manera freudiana desde 1810.

Somos Lampedusa reloaded.

“Usted es un caballero Chevalleyn y, considero una suerte haberlo conocido. Tiene usted razón en todo. Se ha equivocado solamente cuando ha dicho “los sicilianos quieren mejorar”. Quiero contarle una anécdota personal. Dos o tres días antes de que Garibaldi entrase en Palermo me fueron presentados algunos oficiales de la marina inglesa que se hallaban de servicio en esos buques anclados en la rada para observar los acontecimientos. Habían sabido, no sé cómo que yo poseía una casa junto al mar con un terrado desde el cual se veía todo el círculo de montes que rodea la ciudad. Me pidieron permiso para visitar la casa, contemplar aquel panorama en el que se decía que actuaban los garibaldinos y del cual, desde sus barcos, no podían tener una clara idea. De hecho, Garibaldi estaba ya en Gibilrossa. Vinieron a casa, los acompañé al terrado; eran ingenuos jovenzuelos a pesar de sus patillas rojizas. Quedaronse extasiados ante el panorama y la irrupción de la luz. Pero confesaron que se habían quedado petrificados al observar el abandono, la vejez, y la suciedad de los caminos de acceso. No les expliqué que una cosa se deriva de la otra, como he intentado hacer con usted. Uno de ellos me preguntó luego qué venían a hacer en Sicilia aquellos voluntarios italianos. ‘They are comming to teach us good manners -le respondí-. But they won’t succed, because we are gods’. Vienen a enseñarnos buenos modales, pero no podrán hacerlo porque somos dioses. Creo que no comprendieron, pero se echaron a reír y se fueron. Así le respondo a usted también querido Chevalley: los sicilianos no querrán nunca mejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su vanidad es más fuerte que su miseria. Cada intromisión, si es de extranjeros  por su origen, si es de sicilianos por independencia de espíritu, trastorna su delirio de perfección lograda, corre el peligro de turbar su plácida espera de la nada. Atropellados por una docena de pueblos diferentes, creen tener un pasado imperial que les da derecho a suntuosos funerales. ¿Cree usted realmente, Chevalley, ser el primero en querer encauzar a Sicilia en el flujo de la historia universal? ¿Quién sabe cuántos imanes musulmanes, cuántos caballeros del rey Ruggero, cuántos escribas suevos, cuántos barones de Anjou, cuántos legistas del Rey Católico ha concebido la misma bella locura, y cuántos virreyes españoles, cuántos funcionarios reformadores de Carlos III! ¿Y ahora, quién sabe quienes fueron? Sicilia ha querido dormir, a pesar de sus llamamientos. ¿Por qué tenía que escucharlos si es rica, si es sabia, si es civilizada, si es honesta, si es por todos admirada y envidiada, si es perfecta, en una palabra?”

Argentina como en nuestra hermana Sicilia, el cambio es algo que no es necesario.