La decisión tomada por China de permitir que el yuan se aprecie en relación con el dólar es, quizá uno de los hechos de política económica más importantes de la década.

Esto no significa, obviamente, que su efecto será inmediato, ni lineal, ni carente de riesgo. Siempre hay un riesgo enorme cuando cambian las cosas a las que estamos acostumbrados.

En 1973 China bajo el liderazgo de Deng Xiao Ping comenzó un proceso de reforma de su economía que le permitió superar el retraso que le había producido sus anteriores experimentos, “El gran salto adelante” y “La revolución cultural”. Durante más de treinta años viene creciendo a tasas extraordinarias que la han posicionado como una potencia económica de primer nivel.

Su incorporación, junto a la India al sistema capitalista, inauguró un período de bienestar nunca visto en la historia de la humanidad. La década del 90 fue la primera en que la pobreza se redujo en el mundo en términos absolutos, esto significó, con una población creciente, una reducción importantísima en términos relativos.
Esta realidad positiva no impide reconocer que China experimenta una suerte de capitalismo bismarkiano profundamente represivo y asentado en el mantenimiento de una amplia masa trabajadora muy barata y alejada del consumo.

El pilar fundamental de política económica donde se asienta este modelo es una moneda devaluada, es decir, el sostenimiento a partir de la política económica de un salario bajo, consumo bajo y altísimas tasas de ahorro. Bajo está política el Banco Central Chino pasó a tranformarse de el principal tenedor de bonos del tesoro norteamericano con más de 360.000 millones de dólares de reservas.
Este modelo comenzó a resquebrajarse durante el nuevo milenio y, evidentemente hizo explosión con la crisis del 2007.

China ha empezado a notar que no se puede promover la producción restringiendo el consumo. Y que depender de los consumidores norteamericanos a partir del crédito generado con su ahorro puede resultar muy peligroso.

Permitir la apreciación del yuan tiene como objetivo más inmediato la creación de un mercado interno de consumidores que reste volatilidad a su crecimiento y que lo libere de la dependencia externa.

Pero este objetivo no puede obtenerse sin superar desafíos y sin costos.

En primer lugar, China deberá encontrar sus ventajas competitivas a partir de diferenciales que no pasen por un salario bajo sino que se orienten a factores vernáculos.

El aumento de salarios planteará la necesidad de flexibilizar su estructura productiva y capacitar a su fuerza laborar hacia los sectores donde China sea realmente competitiva.

Superada la readecuación de su matriz productiva, sobrevendrá el desafío de enfrentar los crecientes reclamos de su naciente clase media. Éste es, probablemente, su valla más difícil. China nunca a podido conjugar prosperidad con estabilidad política pero no significa que no pueda resolver este dilema.

La creación de un importante mercado interno asiático liderado por China e India sin duda tendrá un muy fuerte impacto en el resto del mundo.

En primer lugar equilibrara el actual desbalance entre ahorro y consumo donde el mundo rico consumía mientras China ahorraba.

El aumento en el consumo por parte de China tendrá su contrapartida en un aumento del ahorro en los países de la OECD y, probablemente esto será consecuencia de un aumento en la tasa de interés.

Mayores salarios en Asia liberarían de presión a los salarios norteamericanos y podrían generar una mayor presión inflacionaria en los países de la OECD. Esto obligaría a subir la tasa de interés. Pero la mayor competitividad norteamericana podría evitar una recesión.


Finalmente, Brasil podría acompañar, y de hecho lo está haciendo, un proceso similar al Chino e Indio y transformarse en el motor de crecimiento para Latinoamérica.

Pero Argentina tiene un rol mucho más interesante en los desafíos de la próxima década. Con una política de alianza entre el desarrollo tecnológico y el campo, Argentina podría transformarse en la principal exportadora de tecnologías de producción agropecuaria para África, Latinoamérica y Asia Central.

Argentina fue durante la década del 90 líder en nuevas tecnologías de producción de alimentos y este conocimiento es de un valor inmenso para muchos países pobres, con poca población y abundante tierra.

Argentina podría liderar una nueva revolución de los alimentos pero para ello necesita primero recomponer su industria agropecuaria luego de tres años de persecución irracional y alinearla con una política exterior que entienda el rol clave que la Argentina puede jugar en el mundo.
El mundo está experimentando cambios que le darán a muchos países nuevos roles y nuevas oportunidades de protagonismo. Me parece que no va a estar bien que los argentinos sigamos abusando de la paciencia del mundo. No somos un país condenado al éxito, somos un país bendecido con enormes promesas pero con una ciudadanía que debe aceptar la responsabilidad de hacerlas realidad.