En la Argentina hay que ser guapo. Y no en el sentido que le tienden a dar los ibéricos a la palabra. Hay que guapear, hay que mostrarse capaz de las mayores audacias. Sólo así te respetan. No esperes solidaridad ni comprensión desde el respeto al otro. No esperes diálogo ni acuerdo. Todo eso son muestras de debilidad de quien, sabiéndose derrotado espera rescatar algo. Cualquier mano tendida debe ser interpretada como un pedido de clemencia.
Por supuesto, para ser guapo es necesaria cierta caja de herramientas. Guapear en la soledad es lo más parecido a la eutanasia como espectáculo de masas. Hay que tener contactos para esquivar una justicia tuerta, hay que tener una fuerza de choque para amedrentar, hay que tener militancia (que palabra castrense para ser enunciada por un demócrata), hay que tener prensa propicia.
Entonces sí se puede guapear. Ser el malevo del barrio. Ser el taura en la parada. Mirar alrededor con sonrisa gardeliana. Hablar del amor del pueblo rodeado de la seguridad de los matones. Entonces sí podemos decir para el enemigo ni justicia y para nosotros impunidad.
Pero no confundamos, ser guapo no es ser valiente. Se parece mucho más a ese muchacho que le comentaba a su amigo sobre la pelea de tres muchachotes contra un viejito solitario. ¿Y qué hiciste?, le pregunta el amigo. -No pude quedarme al margen contesta el joven- lo molimos a golpes entre los cuatro.
Ser guapo, como se entiende la guapeza en la Argentina, es algo que se parece mucho, mucho a la cobardía.